El chancho y la culpa
Por Pablo Vignone
Primer acto: la Selección Argentina vence a la de Alemania en un amistoso en Munich. Segundo acto: a continuación, en el Mundial, sufre una goleada 4-0. Tercer acto: se debate una refundación del equipo nacional. ¿Cómo se llama la obra?
Si creés que se trata de “2010, odisea del Seleccionado”, es preciso aclarar que, en todo caso, es la remake de la versión original protagonizada en 1973 y 1974.
Ello ya sucedió: 3-2 a la Alemania de Helmut Schön con goles de Vitrola Ghiso, Alonso y Brindisi, la humillación de Holanda en Gelsenkirchen, la discusión que derivó en el primer mandato de cuatro años para un entrenador a cargo del seleccionado. ¿Se puede aprender de aquella experiencia?
La tentación debiera ser enorme, pero existen atenuantes: las condiciones no son las mismas. En 1974, la Selección había tocado fondo, pero las urgencias eran extremadamente superiores. La Copa del Mundo de 1978 asomaba en el horizonte con todas las presiones imaginables sobre la necesidad de cumplir el papel ideal en aquel campeonato. En ese marco de situación encajó perfectamente el proyecto de César Luis
Menotti para transformar la Selección en la Prioridad Número 1 del fútbol argentino.
Muchas de las condiciones iniciales de aquel proceso se han perdido en el tiempo, o se las devoró la dinámica incesante del negocio montado en torno del fútbol. Por un lado, porque los futbolistas que son la materia prima de la Selección ya no actúan en el medio local, como ocurrió en la cuenta regresiva previa al ’78 y hasta previa al ’86. Pero, por otro lado, porque el equipo nacional está sufriendo negativamente ciertas consecuencias de aquellos éxitos.
Ya se ha dicho en más de una oportunidad en estas columnas: el Equipo de Todos es propiedad de la AFA. Y la misma institución que se rindió a las virtudes de la organización casi cuatro décadas atrás, hoy tiene en el seleccionado a su más importante activo. Una realidad que no debe soslayarse ni aun cuando se debate qué tipo de juego debe practicar el equipo, un debate soliviantado y que, en muchos aspectos, funciona –cuando es gatillado desde el poder fáctico de Viamonte 1366– como cortina de humo.
Un dato nomás para subrayar esa condición. Que la Selección argentina finalmente haya conseguido la quinta posición en la reciente Copa del Mundo fue, a la luz del juicio de múltiples analistas de la cuestión, algo que navega entre la decepción consumada y el fracaso a secas. En los balances de la AFA, sin embargo, aparecerán 14 millones de euros en la cuenta del haber por ese quinto puesto. Y sin pagar siquiera el alquiler de los futbolistas que consiguieron ese resultado: tal cosa la abonó la FIFA misma, a razón de mil euros por día y jugador durante 32 jornadas (desde quince días antes de la inauguración del certamen hasta el día de esa fatídica goleada en Ciudad del Cabo), un total de 736 mil euros.
Una cifra apenas superior a la que la AFA va a recibir por el amistoso contra Irlanda, en el reconstruido Lansdowne Stadium de Dublín. ¿Dirigirá Maradona o será Batista el que arme la lista de convocados la semana que viene? Resultaría altamente improbable que no fuera el primero, pero tampoco viene al caso: continúe o no Diego en el cargo, la Selección va a jugar casi con seguridad al menos cinco encuentros amistosos hasta que termine 2010. Este de agosto, el de septiembre contra España, dos en octubre y uno en noviembre. La quieren en Europa, la quieren en Asia. La Selección argentina, una marca registrada en el mundo del fútbol a partir de aquel proceso iniciado en 1974, cimentada en los títulos de 1978 y 1986, bruñida con el lustre de la calidad que el planeta percibe que le imprimen los futbolistas que la componen, continúa recaudando.
Si la FIFA se transformó en una fantástica unidad de negocios que amasa centenares de millones de euros con capital ajeno –los jugadores por los que paga módico alquiler a los clubes que invierten en ellos–, ¿por qué la AFA no habría de adoptar similar perfil teniendo vínculo tan obvio entre un presidente que a la vez es vicepresidente senior?
Por momentos resulta excesivamente candoroso el debate sobre la clase de Selección que tendríamos que tener. No porque no se deba tal cosa, sino porque tal puesta en escena nos quita de la vista, nos esconde, nos escamotea el nudo principal de la cuestión. Queremos que la Selección juegue a lo que queremos que juegue. Sin embargo, a los que deciden les basta, eso parece, sólo con que facture. Y el marketing de corto plazo supone que la continuidad de Diego Maradona aumenta esas últimas posibilidades, aunque no tenga por qué incrementar las chances de lo primero, de lo que estrictamente tiene que ver con el juego.
Discutir sobre la consecución del trabajo del entrenador implica, por ahora –y mientras nadie alce la voz en contrario–, suponer que no existe la menor posibilidad de que algo vaya a cambiar en la auténtica cadena de mando de la auténtica dueña de la Selección. Y que tiene pinta de prolongarse más de lo anunciado. Hace ya demasiado tiempo que los culpables, los derrotados, los fracasados son siempre los que comen. Pero nunca el chancho.
La polémica en torno de Maradona, de su capacidad y de su rol, inunda de cháchara futbolística el tránsito cotidiano: ahora la preocupación pasa por saber si será Fernando Gamboa quien ocupe el lugar de Alejandro Mancuso en caso de que el técnico renueve su contrato.
Pero semejante ruido, cargado de versiones y en fondo fatuo, distrae, le quita espacio a lo que verdaderamente debe debatirse, la auténtica cuestión que refresca la misma encrucijada que se enfrentó en 1974. Qué organización se quiere, se pretende, se anhela para el Fútbol Argentino, escrito con mayúsculas. Es la Selección y más también.
Primer acto: la Selección Argentina vence a la de Alemania en un amistoso en Munich. Segundo acto: a continuación, en el Mundial, sufre una goleada 4-0. Tercer acto: se debate una refundación del equipo nacional. ¿Cómo se llama la obra?
Si creés que se trata de “2010, odisea del Seleccionado”, es preciso aclarar que, en todo caso, es la remake de la versión original protagonizada en 1973 y 1974.
Ello ya sucedió: 3-2 a la Alemania de Helmut Schön con goles de Vitrola Ghiso, Alonso y Brindisi, la humillación de Holanda en Gelsenkirchen, la discusión que derivó en el primer mandato de cuatro años para un entrenador a cargo del seleccionado. ¿Se puede aprender de aquella experiencia?
La tentación debiera ser enorme, pero existen atenuantes: las condiciones no son las mismas. En 1974, la Selección había tocado fondo, pero las urgencias eran extremadamente superiores. La Copa del Mundo de 1978 asomaba en el horizonte con todas las presiones imaginables sobre la necesidad de cumplir el papel ideal en aquel campeonato. En ese marco de situación encajó perfectamente el proyecto de César Luis
Menotti para transformar la Selección en la Prioridad Número 1 del fútbol argentino.
Muchas de las condiciones iniciales de aquel proceso se han perdido en el tiempo, o se las devoró la dinámica incesante del negocio montado en torno del fútbol. Por un lado, porque los futbolistas que son la materia prima de la Selección ya no actúan en el medio local, como ocurrió en la cuenta regresiva previa al ’78 y hasta previa al ’86. Pero, por otro lado, porque el equipo nacional está sufriendo negativamente ciertas consecuencias de aquellos éxitos.
Ya se ha dicho en más de una oportunidad en estas columnas: el Equipo de Todos es propiedad de la AFA. Y la misma institución que se rindió a las virtudes de la organización casi cuatro décadas atrás, hoy tiene en el seleccionado a su más importante activo. Una realidad que no debe soslayarse ni aun cuando se debate qué tipo de juego debe practicar el equipo, un debate soliviantado y que, en muchos aspectos, funciona –cuando es gatillado desde el poder fáctico de Viamonte 1366– como cortina de humo.
Un dato nomás para subrayar esa condición. Que la Selección argentina finalmente haya conseguido la quinta posición en la reciente Copa del Mundo fue, a la luz del juicio de múltiples analistas de la cuestión, algo que navega entre la decepción consumada y el fracaso a secas. En los balances de la AFA, sin embargo, aparecerán 14 millones de euros en la cuenta del haber por ese quinto puesto. Y sin pagar siquiera el alquiler de los futbolistas que consiguieron ese resultado: tal cosa la abonó la FIFA misma, a razón de mil euros por día y jugador durante 32 jornadas (desde quince días antes de la inauguración del certamen hasta el día de esa fatídica goleada en Ciudad del Cabo), un total de 736 mil euros.
Una cifra apenas superior a la que la AFA va a recibir por el amistoso contra Irlanda, en el reconstruido Lansdowne Stadium de Dublín. ¿Dirigirá Maradona o será Batista el que arme la lista de convocados la semana que viene? Resultaría altamente improbable que no fuera el primero, pero tampoco viene al caso: continúe o no Diego en el cargo, la Selección va a jugar casi con seguridad al menos cinco encuentros amistosos hasta que termine 2010. Este de agosto, el de septiembre contra España, dos en octubre y uno en noviembre. La quieren en Europa, la quieren en Asia. La Selección argentina, una marca registrada en el mundo del fútbol a partir de aquel proceso iniciado en 1974, cimentada en los títulos de 1978 y 1986, bruñida con el lustre de la calidad que el planeta percibe que le imprimen los futbolistas que la componen, continúa recaudando.
Si la FIFA se transformó en una fantástica unidad de negocios que amasa centenares de millones de euros con capital ajeno –los jugadores por los que paga módico alquiler a los clubes que invierten en ellos–, ¿por qué la AFA no habría de adoptar similar perfil teniendo vínculo tan obvio entre un presidente que a la vez es vicepresidente senior?
Por momentos resulta excesivamente candoroso el debate sobre la clase de Selección que tendríamos que tener. No porque no se deba tal cosa, sino porque tal puesta en escena nos quita de la vista, nos esconde, nos escamotea el nudo principal de la cuestión. Queremos que la Selección juegue a lo que queremos que juegue. Sin embargo, a los que deciden les basta, eso parece, sólo con que facture. Y el marketing de corto plazo supone que la continuidad de Diego Maradona aumenta esas últimas posibilidades, aunque no tenga por qué incrementar las chances de lo primero, de lo que estrictamente tiene que ver con el juego.
Discutir sobre la consecución del trabajo del entrenador implica, por ahora –y mientras nadie alce la voz en contrario–, suponer que no existe la menor posibilidad de que algo vaya a cambiar en la auténtica cadena de mando de la auténtica dueña de la Selección. Y que tiene pinta de prolongarse más de lo anunciado. Hace ya demasiado tiempo que los culpables, los derrotados, los fracasados son siempre los que comen. Pero nunca el chancho.
La polémica en torno de Maradona, de su capacidad y de su rol, inunda de cháchara futbolística el tránsito cotidiano: ahora la preocupación pasa por saber si será Fernando Gamboa quien ocupe el lugar de Alejandro Mancuso en caso de que el técnico renueve su contrato.
Pero semejante ruido, cargado de versiones y en fondo fatuo, distrae, le quita espacio a lo que verdaderamente debe debatirse, la auténtica cuestión que refresca la misma encrucijada que se enfrentó en 1974. Qué organización se quiere, se pretende, se anhela para el Fútbol Argentino, escrito con mayúsculas. Es la Selección y más también.