Análisis: El ocaso del berlusconismo
Andrea Rizzi, El País
La parábola del berlusconismo se ha alimentado en estos 16 años de varias fuerzas motrices, siendo el poderío mediático sin duda la más evidente de ellas. Hay otra, sin embargo, igual de imprescindible para entender el fenómeno: la atávica hiperfragmentación político-social de Italia, un cosmos sin centro de gravedad, en el que se mueven como pueden corporaciones, clanes, castas, corrientes de partido, sindicatos y familias. Un sistema gaseoso y atomizado -prácticamente desde la caída del Imperio Romano- que es la clave para entender el desorden que padece la vida colectiva italiana y de la consecuente, recurrente, fascinación con la figura de hombres fuertes que prometan arreglarlo.
Mussolini cabalgó un sentimiento parecido. En circunstancias diferentes, en la Italia democrática de las últimas dos décadas, Berlusconi ha captado un profundo deseo de estabilidad. Frente a una izquierda pulverizada en decenas de partidos, el magnate se irguió aglutinando detrás de sí -quizá, más bien, debajo de sí- las filas del centroderecha y el apoyo de la elite católica y de la espina dorsal empresarial del país. Hoy, ese fundamental rasgo del berlusconismo padece un desafío existencial.
Gianfranco Fini, el aliado cofundador del Pueblo de la Libertad, ha llevado hasta el extremo el pulso con el líder. La rebeldía, en sí, es un golpe duro para Berlusconi. Su fundamento lo convierte en potencialmente letal. Fini pone una "cuestión moral" en la base de su disenso. Él y los suyos meten cotidianos dedos en los ojos del Gobierno, a cada caso de corrupción, abuso de poder o simple indecencia del gabinete. Cada vez que el Ejecutivo pone el interés de un particular por encima del colectivo. La cuestión moral toca fibra sensible, el poderoso mundo católico da señales de impaciencia y la olla judicial está en ebullición.
El guión ahora está claro: Berlusconi luchará a fondo para agotar la legislatura, que expira en 2013. Sin la coraza del poder, tendría que pasar por terribles horcas caudinas judiciales. Sus opositores ?Fini, democristianos centristas, el centroizquierda? tendrán la tentación de recurrir a la vieja fórmula italiana del gobierno técnico.
Berlusconi puede ganar la partida, su entramado de poder tiene todavía vigor. Pero el berlusconismo parece herido de muerte, por la constatación de su incapacidad de cristalizar un liderazgo que dirija ordenadamente al país. Eso le desangrará más que el mal estado de la economía o sus andanzas sexuales. Muchos italianos parecían dispuestos a perdonar graves pecados con tal de ver garantizado ese liderazgo.
"¡Ay sierva Italia, nave sin timonel en gran borrasca", lamentó Dante en un canto del Purgatorio, allá por el año 1300. Italia sufre una dificultad crónica para dotarse de timoneles dignos y capaces. Es la labor de aquellos que trabajan bajo cubierta lo que la mantiene a flote. A menudo, con navegaciones maravillosas.
La parábola del berlusconismo se ha alimentado en estos 16 años de varias fuerzas motrices, siendo el poderío mediático sin duda la más evidente de ellas. Hay otra, sin embargo, igual de imprescindible para entender el fenómeno: la atávica hiperfragmentación político-social de Italia, un cosmos sin centro de gravedad, en el que se mueven como pueden corporaciones, clanes, castas, corrientes de partido, sindicatos y familias. Un sistema gaseoso y atomizado -prácticamente desde la caída del Imperio Romano- que es la clave para entender el desorden que padece la vida colectiva italiana y de la consecuente, recurrente, fascinación con la figura de hombres fuertes que prometan arreglarlo.
Mussolini cabalgó un sentimiento parecido. En circunstancias diferentes, en la Italia democrática de las últimas dos décadas, Berlusconi ha captado un profundo deseo de estabilidad. Frente a una izquierda pulverizada en decenas de partidos, el magnate se irguió aglutinando detrás de sí -quizá, más bien, debajo de sí- las filas del centroderecha y el apoyo de la elite católica y de la espina dorsal empresarial del país. Hoy, ese fundamental rasgo del berlusconismo padece un desafío existencial.
Gianfranco Fini, el aliado cofundador del Pueblo de la Libertad, ha llevado hasta el extremo el pulso con el líder. La rebeldía, en sí, es un golpe duro para Berlusconi. Su fundamento lo convierte en potencialmente letal. Fini pone una "cuestión moral" en la base de su disenso. Él y los suyos meten cotidianos dedos en los ojos del Gobierno, a cada caso de corrupción, abuso de poder o simple indecencia del gabinete. Cada vez que el Ejecutivo pone el interés de un particular por encima del colectivo. La cuestión moral toca fibra sensible, el poderoso mundo católico da señales de impaciencia y la olla judicial está en ebullición.
El guión ahora está claro: Berlusconi luchará a fondo para agotar la legislatura, que expira en 2013. Sin la coraza del poder, tendría que pasar por terribles horcas caudinas judiciales. Sus opositores ?Fini, democristianos centristas, el centroizquierda? tendrán la tentación de recurrir a la vieja fórmula italiana del gobierno técnico.
Berlusconi puede ganar la partida, su entramado de poder tiene todavía vigor. Pero el berlusconismo parece herido de muerte, por la constatación de su incapacidad de cristalizar un liderazgo que dirija ordenadamente al país. Eso le desangrará más que el mal estado de la economía o sus andanzas sexuales. Muchos italianos parecían dispuestos a perdonar graves pecados con tal de ver garantizado ese liderazgo.
"¡Ay sierva Italia, nave sin timonel en gran borrasca", lamentó Dante en un canto del Purgatorio, allá por el año 1300. Italia sufre una dificultad crónica para dotarse de timoneles dignos y capaces. Es la labor de aquellos que trabajan bajo cubierta lo que la mantiene a flote. A menudo, con navegaciones maravillosas.