Saramago, una página siempre abierta
Lucía Santos (PL)
El escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, dejó tras sí una obra admirable, densa y conceptual, íntimamente comprometida con el mundo del cual formaba y sigue formando parte.
Su muerte, el viernes último, conmovió a los medios artísticos e intelectuales de todo el orbe y a una legión infinita de lectores conectados de manera profunda con la alta literatura que cultivó siempre.
Una literatura sin concesiones, afilada como un bisturí con el que penetraba en lo hondo de la realidad, en la historia del hombre y el devenir del tiempo, tomando como hilo el presente para un viaje al pasado y desde allí desentrañar , con una nueva perspectiva, las complejidades y turbulencias del hoy que habitamos.
Todo eso con una mirada abarcadora y un ejercicio sin tregua de la reflexión, a veces nacida como para sí mismo, pero en la que cada quien sentía latir sus propias inquietudes, sus incertidumbres, interrogantes y certezas, como ocurre con toda legítima obra de arte. Una prosa, la suya, pulida y replandeciente, de una limpieza diamantina, y un lenguaje terso cuya riqueza emana de la ausencia de vanos desbordes.
Saramago murió a los 87 años en su residencia de Lanzarote, Canarias, que compartía con temporadas en su casa de Lisboa, una ciudad de la que nunca quiso prescindir y cuya luz amaba.
Fue una muerte tranquila, poco después de desayunar y conversar con su esposa, Pilar del Río. Hacía poco tiempo había publicado Caín, su última novela, que atrajo sobre el los ataques de la Iglesia católica, que nada pudieron contra su naturaleza transgresora a la que fue siempre fiel. Las últimas fotos suyas que circularon evidenciaban un físico ya menguado por los estragos de una larga pulmonía y su estela de complicaciones cardiorrespiratorias, de la que emergió. Pero casi hasta el final conservó su andar ágil, sus piernas impulsadas por un movimiento que nacía desde la cadera impregnándoles un ritmo dinámico, armonioso, una andadura sorprendentemente juvenil.
Y sobre todo mantuvo incólume una lucidez apasionada, la lozanía del espíritu y un comprometimiento absoluto con sus ideas y sus convicciones políticas. A Cuba siempre la llevó consigo.
Poeta, dramaturgo y periodista, dejó un legado literario que conjuga profundidad y belleza en una síntesis radiante. En el ordenador en el que trabajaba, quedaron las últimas líneas de la nueva en la que trabajaba, Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, título tomado de un verso del gran poeta luso Gil Vicente.
Saramago sólo se marchó físicamente. Para sus lectores, siempre será una presencia cercana, una página viva, abierta.
El escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998, dejó tras sí una obra admirable, densa y conceptual, íntimamente comprometida con el mundo del cual formaba y sigue formando parte.
Su muerte, el viernes último, conmovió a los medios artísticos e intelectuales de todo el orbe y a una legión infinita de lectores conectados de manera profunda con la alta literatura que cultivó siempre.
Una literatura sin concesiones, afilada como un bisturí con el que penetraba en lo hondo de la realidad, en la historia del hombre y el devenir del tiempo, tomando como hilo el presente para un viaje al pasado y desde allí desentrañar , con una nueva perspectiva, las complejidades y turbulencias del hoy que habitamos.
Todo eso con una mirada abarcadora y un ejercicio sin tregua de la reflexión, a veces nacida como para sí mismo, pero en la que cada quien sentía latir sus propias inquietudes, sus incertidumbres, interrogantes y certezas, como ocurre con toda legítima obra de arte. Una prosa, la suya, pulida y replandeciente, de una limpieza diamantina, y un lenguaje terso cuya riqueza emana de la ausencia de vanos desbordes.
Saramago murió a los 87 años en su residencia de Lanzarote, Canarias, que compartía con temporadas en su casa de Lisboa, una ciudad de la que nunca quiso prescindir y cuya luz amaba.
Fue una muerte tranquila, poco después de desayunar y conversar con su esposa, Pilar del Río. Hacía poco tiempo había publicado Caín, su última novela, que atrajo sobre el los ataques de la Iglesia católica, que nada pudieron contra su naturaleza transgresora a la que fue siempre fiel. Las últimas fotos suyas que circularon evidenciaban un físico ya menguado por los estragos de una larga pulmonía y su estela de complicaciones cardiorrespiratorias, de la que emergió. Pero casi hasta el final conservó su andar ágil, sus piernas impulsadas por un movimiento que nacía desde la cadera impregnándoles un ritmo dinámico, armonioso, una andadura sorprendentemente juvenil.
Y sobre todo mantuvo incólume una lucidez apasionada, la lozanía del espíritu y un comprometimiento absoluto con sus ideas y sus convicciones políticas. A Cuba siempre la llevó consigo.
Poeta, dramaturgo y periodista, dejó un legado literario que conjuga profundidad y belleza en una síntesis radiante. En el ordenador en el que trabajaba, quedaron las últimas líneas de la nueva en la que trabajaba, Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, título tomado de un verso del gran poeta luso Gil Vicente.
Saramago sólo se marchó físicamente. Para sus lectores, siempre será una presencia cercana, una página viva, abierta.