Los ultraortodoxos desafían a Israel
A. Carbajosa, Jerusalén, Agencias
Una marea negra inundó ayer Jerusalén. Más de 100.000 judíos ultraortodoxos salieron a la calle para desafiar a las autoridades civiles de Israel. Protestaban por una decisión del Tribunal Supremo que obliga a unos padres judíos de origen europeo a escolarizar a sus hijas junto a alumnas, también judías, de origen árabe o sefardí. Pero era solo una excusa para demostrar su creciente fuerza.
En realidad se trataba de proclamar la supremacía de la Torá, el Antiguo Testamento, sobre la ley civil. El silencio gubernamental ante el desafío ultraortodoxo resultó revelador. El fundamentalismo religioso está presente en el propio Gobierno, a través del partido Shas (Asociación de Sefardíes Observantes de la Torá), y no deja de crecer. Los ultraortodoxos son casi el 20% de la población. Las escuelas religiosas, financiadas por el Estado, acogían a menos del 15% de los alumnos en 1960; ahora rozan el 30% y se estima que dentro de 30 años abarcarán el 80% de los alumnos. Las comunidades ultrarreligiosas, algunas de las cuales no reconocen legitimidad al Estado de inspiración sionista, están mayoritariamente exentas del servicio militar y no pagan impuestos. Su tasa de natalidad es altísima, y el Estado ha ido cediendo a la presión: ya son ellos quienes controlan los matrimonios y las conversiones al judaísmo. El viceministro de Sanidad, Yaakov Litzman, se sumó a la manifestación y proclamó que también para él la Torá estaba por encima de cualquier ley.
La rebelión ultraortodoxa afecta a la esencia del Estado. Israel se definió desde su fundación como un Estado "judío y democrático". La gran cuestión radica en quién define qué significa ser judío. Los ultrarreligiosos argumentan que solo la religión ha mantenido unido al pueblo judío durante milenios y exigen que la Torá sea la ley suprema de Israel. De forma implícita, reivindican para los rabinos ultraortodoxos una autoridad superior a la de las instituciones democráticas.
Alegan que no quieren imponer nada a nadie y que solo exigen que se les deje tranquilos. Pero protagonizan con creciente frecuencia algaradas violentas (la última, el miércoles en Jaffa contra unas excavaciones) y se alzan contra cualquier ley o norma que, en su opinión, no concuerde con los mandatos religiosos.
En Jerusalén son la fuerza dominante: el Ayuntamiento, por ejemplo, no concede licencias de apertura a los cines que no se comprometan a cerrar en shabat, el sábado, día consagrado a Dios. En shabat no hay transporte público. Cada vez son más los barrios en los que no se permite circular en automóvil en shabat.
Tel Aviv, el gran centro urbano israelí, sigue siendo un bastión laico, pero también allí crecen las comunidades ultrarreligiosas. Varios políticos han lanzado voces de alarma. El alcalde de Tel Aviv, Ron Huldai, calificó a los ultraortodoxos de "gente ignorante que se reproduce a un ritmo alarmante y agota nuestra fuerza económica y social". Tzipi Livni, jefa de la oposición, afirmó que todas las fuerzas laicas debían unirse contra la amenaza de los haredíes ultrarreligiosos: "Israel es en 2010 un país en el que las mujeres viajan en la parte trasera del autobús [los ultraortodoxos exigen la separación], en el que los huesos son más importantes que salvar vidas [en referencia a una campaña ultraortodoxa contra la construcción de un quirófano sobre un antiquísimo cementerio], en el que la conversión es una misión imposible [los haredim establecen el mecanismo para convertirse al judaísmo], en el que la visión sionista se ha hecho borrosa y en el que la definición del Estado judío ha sido cedida a un monopolio de políticos ultraortodoxos".
Uno de los principales generales del Ejército israelí declaró ayer que la institución militar iba a llegar al colapso si los ultraortodoxos se negaban al alistamiento.
Ese choque entre religión y sociedad civil era ayer la cuestión de fondo, plasmada en la impresionante marcha de hombres vestidos con traje negro y sombrero (las mujeres no podían participar) que sobre las cinco de la tarde llegó a las puertas de la comisaría central de Jerusalén, tras recorrer buena parte de la ciudad. Las ligeras diferencias en los atuendos de unos y otros indicaban que gran parte de las sectas ultraortodoxas (tanto de origen europeo como oriental) estaban presentes.
A Dani, estudiante de una escuela talmúdica, le dieron como a los demás el día libre. Su rabino les mandó a la manifestación: "He venido porque no podemos consentir que interfieran en cómo organizamos nuestro sistema educativo", dijo. Con los alambres de espino de fondo y la protección policial del recinto, David Schmidt, un librero hasídico de origen polaco, explicó la situación: "La gente en Israel nos tiene miedo porque saben que vamos a convertirnos en mayoría y ven cómo nos hacemos fuertes".
En la manifestación no hubo violencia, sino muchas sonrisas. Enseguida empezaron los cánticos y los rezos por turnos. Finalmente, llegaron a la comisaría las decenas de padres (según la policía, no todos comparecieron) que debían permanecer dos semanas en prisión por no acatar la sentencia judicial sobre la convivencia escolar de niñas con diferente origen étnico. Fueron recibidos con vítores. No se trataba tanto de apoyarles porque fueran asquenazíes (de origen europeo), sino de celebrar su obstinación y el no haberse doblegado ante un Estado al que consideraban enemigo.
Una marea negra inundó ayer Jerusalén. Más de 100.000 judíos ultraortodoxos salieron a la calle para desafiar a las autoridades civiles de Israel. Protestaban por una decisión del Tribunal Supremo que obliga a unos padres judíos de origen europeo a escolarizar a sus hijas junto a alumnas, también judías, de origen árabe o sefardí. Pero era solo una excusa para demostrar su creciente fuerza.
En realidad se trataba de proclamar la supremacía de la Torá, el Antiguo Testamento, sobre la ley civil. El silencio gubernamental ante el desafío ultraortodoxo resultó revelador. El fundamentalismo religioso está presente en el propio Gobierno, a través del partido Shas (Asociación de Sefardíes Observantes de la Torá), y no deja de crecer. Los ultraortodoxos son casi el 20% de la población. Las escuelas religiosas, financiadas por el Estado, acogían a menos del 15% de los alumnos en 1960; ahora rozan el 30% y se estima que dentro de 30 años abarcarán el 80% de los alumnos. Las comunidades ultrarreligiosas, algunas de las cuales no reconocen legitimidad al Estado de inspiración sionista, están mayoritariamente exentas del servicio militar y no pagan impuestos. Su tasa de natalidad es altísima, y el Estado ha ido cediendo a la presión: ya son ellos quienes controlan los matrimonios y las conversiones al judaísmo. El viceministro de Sanidad, Yaakov Litzman, se sumó a la manifestación y proclamó que también para él la Torá estaba por encima de cualquier ley.
La rebelión ultraortodoxa afecta a la esencia del Estado. Israel se definió desde su fundación como un Estado "judío y democrático". La gran cuestión radica en quién define qué significa ser judío. Los ultrarreligiosos argumentan que solo la religión ha mantenido unido al pueblo judío durante milenios y exigen que la Torá sea la ley suprema de Israel. De forma implícita, reivindican para los rabinos ultraortodoxos una autoridad superior a la de las instituciones democráticas.
Alegan que no quieren imponer nada a nadie y que solo exigen que se les deje tranquilos. Pero protagonizan con creciente frecuencia algaradas violentas (la última, el miércoles en Jaffa contra unas excavaciones) y se alzan contra cualquier ley o norma que, en su opinión, no concuerde con los mandatos religiosos.
En Jerusalén son la fuerza dominante: el Ayuntamiento, por ejemplo, no concede licencias de apertura a los cines que no se comprometan a cerrar en shabat, el sábado, día consagrado a Dios. En shabat no hay transporte público. Cada vez son más los barrios en los que no se permite circular en automóvil en shabat.
Tel Aviv, el gran centro urbano israelí, sigue siendo un bastión laico, pero también allí crecen las comunidades ultrarreligiosas. Varios políticos han lanzado voces de alarma. El alcalde de Tel Aviv, Ron Huldai, calificó a los ultraortodoxos de "gente ignorante que se reproduce a un ritmo alarmante y agota nuestra fuerza económica y social". Tzipi Livni, jefa de la oposición, afirmó que todas las fuerzas laicas debían unirse contra la amenaza de los haredíes ultrarreligiosos: "Israel es en 2010 un país en el que las mujeres viajan en la parte trasera del autobús [los ultraortodoxos exigen la separación], en el que los huesos son más importantes que salvar vidas [en referencia a una campaña ultraortodoxa contra la construcción de un quirófano sobre un antiquísimo cementerio], en el que la conversión es una misión imposible [los haredim establecen el mecanismo para convertirse al judaísmo], en el que la visión sionista se ha hecho borrosa y en el que la definición del Estado judío ha sido cedida a un monopolio de políticos ultraortodoxos".
Uno de los principales generales del Ejército israelí declaró ayer que la institución militar iba a llegar al colapso si los ultraortodoxos se negaban al alistamiento.
Ese choque entre religión y sociedad civil era ayer la cuestión de fondo, plasmada en la impresionante marcha de hombres vestidos con traje negro y sombrero (las mujeres no podían participar) que sobre las cinco de la tarde llegó a las puertas de la comisaría central de Jerusalén, tras recorrer buena parte de la ciudad. Las ligeras diferencias en los atuendos de unos y otros indicaban que gran parte de las sectas ultraortodoxas (tanto de origen europeo como oriental) estaban presentes.
A Dani, estudiante de una escuela talmúdica, le dieron como a los demás el día libre. Su rabino les mandó a la manifestación: "He venido porque no podemos consentir que interfieran en cómo organizamos nuestro sistema educativo", dijo. Con los alambres de espino de fondo y la protección policial del recinto, David Schmidt, un librero hasídico de origen polaco, explicó la situación: "La gente en Israel nos tiene miedo porque saben que vamos a convertirnos en mayoría y ven cómo nos hacemos fuertes".
En la manifestación no hubo violencia, sino muchas sonrisas. Enseguida empezaron los cánticos y los rezos por turnos. Finalmente, llegaron a la comisaría las decenas de padres (según la policía, no todos comparecieron) que debían permanecer dos semanas en prisión por no acatar la sentencia judicial sobre la convivencia escolar de niñas con diferente origen étnico. Fueron recibidos con vítores. No se trataba tanto de apoyarles porque fueran asquenazíes (de origen europeo), sino de celebrar su obstinación y el no haberse doblegado ante un Estado al que consideraban enemigo.