El partido en la tribuna: Malditas cornetas
Por Raúl Kollmann, desde Johannesburgo
Malditas cornetas. Aunque no parezca, las malditas cornetas nos volvieron locos a nosotros, los argentinos. Nadie sabe quién las toca, porque nigerianos había pocos. El 70 por ciento éramos argentinos. Pero no podíamos cantar “vamos, vamos Argentina” ni “es un sentimiento, no puedo parar” ni “volveremos, volveremos”, porque las malditas cornetas te rompen los oídos y no se escucha ni lo que uno canta.
La mayoría de los que estuvimos en Ellis Park nunca habíamos llegado tan temprano a una cancha. Cuatro horas antes del partido, las inmediaciones ya estaban copadas por la celeste y blanca. No había “tenés entradas, que no tengo”, sino todo lo contrario. Muchísimos ofreciendo entradas que les sobraban. Las de 160 dólares, perfectas, plateas laterales altas, se terminaron vendiendo en 80. Hubo barrabravas que se ofrecían de intermediarios –como los de Tigre—, pero había que hablar con el jefe y entregarlas a 50 dólares.
Pasaban algunos nigerianos camino a la cancha, pero las cosas no pasaban de cantitos. No faltó el barra que se animó a un piquito con uno de camiseta verde, con todas las cámaras apuntándolo. Ovación de la multitud.
A 50 metros del Ellis Park todo se hace más ordenado. Piden entradas tres veces, la última colocándola en un lector de códigos de barras. Un poco antes, una revisación más bien superficial, pase por el detector de metales y palpado estilo aeropuerto.
Centenares de voluntarios vestidos de amarillo indicando por dónde ir, rampas –no escaleras– en caracol y, al final, la multitud celeste y blanca, sentada, dominando casi todo el estadio. Banderas argentinas de todo el interior, de todos los barrios metropolitanos, de hinchadas hasta de los que juegan en el Argentino C.
Y todo el tiempo las malditas cornetas. Nos queríamos hacer mayoría, pero el atronador sonido de abejas lo hacía imposible. Ellos ni siquiera dan la impresión de haber venido a ver el partido, vinieron a tocar la corneta. Les hace gracia eso, se divierten más que mirando lo que pasa en la cancha. Y uno que se quiere matar, porque las tenés pegadas al oído. Y porque no te dejan cantar. No te dejan ni hablar. La mitad de los argentinos estamos consumiendo caramelitos para el dolor de garganta, porque no hay voz que alcance. No te escucha ni el que está a medio metro.
El único momento en que, en serio, nos hicimos mayoría, fue cuando se cantó el Himno Nacional. Es decir, se tarareó. Porque lo único que fue antes del partido es la parte orquestal, pero todo el mundo se engancha en el tarareo. Ahí sí fue atronador y emocionante.
De entrada, fiesta. Messi en su esplendor, Higuaín que lo erra, corner, Heinzeeeeeee. Las cornetas bajaron un poquito y hubo momentos, tal vez segundos, en que pudimos cantar algo. Había ganas, euforia, con ese inicio electrizante. Pero bastaba que la pelota fuera por el lado de Jonás para que empezáramos a mirarnos desconfiados. Y después, el toque para atrás y más para atrás y todavía más para atrás, ponía a todos impacientes. Los ánimos sólo se encendían cuando la agarraba Messi y arrancaba para adelante. Ahí venía el grito, claro, tapado por las malditas cornetas.
Segundo tiempo a puro sufrimiento. Se ve que ellos no son gran cosa, pero nosotros no la embocamos. Messi la sigue descosiendo, nos miramos, lo admiramos, los nigerianos también se quedan con la boca abierta. Pero se rehacen enseguida y tocan la corneta. Messi se come un par de goles y, la verdad, en la tribuna había parálisis, aliento contenido. A esa altura ya ni daba para los cantitos.
Final. Suspiro generalizado. No hay clima de fiesta. En el inmenso patio de atrás del estadio se iba a armar un pogo argentino pero no dio para un festejo descontrolado ni mucho menos. Ya era de noche, hacía frío y la zona del estadio no parecía de lo más segura. ¿Rearmará el equipo Maradona? ¿Formará una línea de cuatro que dé más tranquilidad? Pero, fundamentalmente, ¿cómo corno haremos para aguantar las cornetas durante el partido contra Corea del Sur?
Malditas cornetas. Aunque no parezca, las malditas cornetas nos volvieron locos a nosotros, los argentinos. Nadie sabe quién las toca, porque nigerianos había pocos. El 70 por ciento éramos argentinos. Pero no podíamos cantar “vamos, vamos Argentina” ni “es un sentimiento, no puedo parar” ni “volveremos, volveremos”, porque las malditas cornetas te rompen los oídos y no se escucha ni lo que uno canta.
La mayoría de los que estuvimos en Ellis Park nunca habíamos llegado tan temprano a una cancha. Cuatro horas antes del partido, las inmediaciones ya estaban copadas por la celeste y blanca. No había “tenés entradas, que no tengo”, sino todo lo contrario. Muchísimos ofreciendo entradas que les sobraban. Las de 160 dólares, perfectas, plateas laterales altas, se terminaron vendiendo en 80. Hubo barrabravas que se ofrecían de intermediarios –como los de Tigre—, pero había que hablar con el jefe y entregarlas a 50 dólares.
Pasaban algunos nigerianos camino a la cancha, pero las cosas no pasaban de cantitos. No faltó el barra que se animó a un piquito con uno de camiseta verde, con todas las cámaras apuntándolo. Ovación de la multitud.
A 50 metros del Ellis Park todo se hace más ordenado. Piden entradas tres veces, la última colocándola en un lector de códigos de barras. Un poco antes, una revisación más bien superficial, pase por el detector de metales y palpado estilo aeropuerto.
Centenares de voluntarios vestidos de amarillo indicando por dónde ir, rampas –no escaleras– en caracol y, al final, la multitud celeste y blanca, sentada, dominando casi todo el estadio. Banderas argentinas de todo el interior, de todos los barrios metropolitanos, de hinchadas hasta de los que juegan en el Argentino C.
Y todo el tiempo las malditas cornetas. Nos queríamos hacer mayoría, pero el atronador sonido de abejas lo hacía imposible. Ellos ni siquiera dan la impresión de haber venido a ver el partido, vinieron a tocar la corneta. Les hace gracia eso, se divierten más que mirando lo que pasa en la cancha. Y uno que se quiere matar, porque las tenés pegadas al oído. Y porque no te dejan cantar. No te dejan ni hablar. La mitad de los argentinos estamos consumiendo caramelitos para el dolor de garganta, porque no hay voz que alcance. No te escucha ni el que está a medio metro.
El único momento en que, en serio, nos hicimos mayoría, fue cuando se cantó el Himno Nacional. Es decir, se tarareó. Porque lo único que fue antes del partido es la parte orquestal, pero todo el mundo se engancha en el tarareo. Ahí sí fue atronador y emocionante.
De entrada, fiesta. Messi en su esplendor, Higuaín que lo erra, corner, Heinzeeeeeee. Las cornetas bajaron un poquito y hubo momentos, tal vez segundos, en que pudimos cantar algo. Había ganas, euforia, con ese inicio electrizante. Pero bastaba que la pelota fuera por el lado de Jonás para que empezáramos a mirarnos desconfiados. Y después, el toque para atrás y más para atrás y todavía más para atrás, ponía a todos impacientes. Los ánimos sólo se encendían cuando la agarraba Messi y arrancaba para adelante. Ahí venía el grito, claro, tapado por las malditas cornetas.
Segundo tiempo a puro sufrimiento. Se ve que ellos no son gran cosa, pero nosotros no la embocamos. Messi la sigue descosiendo, nos miramos, lo admiramos, los nigerianos también se quedan con la boca abierta. Pero se rehacen enseguida y tocan la corneta. Messi se come un par de goles y, la verdad, en la tribuna había parálisis, aliento contenido. A esa altura ya ni daba para los cantitos.
Final. Suspiro generalizado. No hay clima de fiesta. En el inmenso patio de atrás del estadio se iba a armar un pogo argentino pero no dio para un festejo descontrolado ni mucho menos. Ya era de noche, hacía frío y la zona del estadio no parecía de lo más segura. ¿Rearmará el equipo Maradona? ¿Formará una línea de cuatro que dé más tranquilidad? Pero, fundamentalmente, ¿cómo corno haremos para aguantar las cornetas durante el partido contra Corea del Sur?