El fin de una era
Londres, El País
Más allá de vencedores y vencidos en las urnas, estas elecciones marcan el fin de una era política de Reino Unido: el declive definitivo del Nuevo Laborismo. Da igual quién gane, la política británica es hoy completamente distinta de lo que era hace 13 años.
El 2 de mayo de 1997, cuando Tony Blair llegó triunfal a Downing Street aclamado por una pequeña marea de fieles armados de optimismo, los británicos entraban en una nueva era. El país había dejado atrás los negros años setenta y las políticas de confrontación del thatcherismo. La llegada de Blair -y de Gordon Brown- insufló esa ilusión que suele acompañar a la izquierda cuando regresa al poder tras largos periodos de ostracismo.
Esa ilusión ya no existe. Brown ya no podía ofrecerla y Cameron no ha sido capaz de generarla. La irrupción del liberal-demócrata Nick Clegg ha tenido tintes semejantes a la ilusión que generó el Nuevo Laborismo, pero ni los liberales tienen hoy la implantación social del laborismo ni bastan tres semanas de campaña para asentar a un político hasta entonces desconocido.
Pero, por encima de personalidades y programas, la diferencia es el entorno. Reino Unido no está, como estaba entonces, en plena transformación económica y metamorfosis social, cambiando la piel de país viejo con una economía obsoleta para convertirse en motor de dinamismo económico, cultural y social.
Hoy es un país que aún no ha digerido la recesión y que vive desencantado por el espejismo que acabó siendo el Nuevo Laborismo. Blair y Brown transformaron la economía, pero no la hicieron exactamente sostenible. La excesiva dependencia del sector inmobiliario y financiero hizo más rápida y más profunda la caída. Y esa caída ha puesto de manifiesto la enormidad del peso del Estado en la creación de producto interior bruto (PIB). Toda una paradoja en el país europeo que más presume de librecambismo y de iniciativa privada. Una devoción al mercado que ha dado paso a la privatización encubierta de la inversión pública para levantar escuelas y hospitales, pero apenas ha creado cultura empresarial.
La desilusión campa también a otros niveles. El Nuevo Laborismo nunca ha logrado dominar la agenda en territorios abonados al populismo de los tabloides, como la fobia a la inmigración o la desconfianza hacia Europa. Y en esas áreas no ha dejado contento a nadie, ni a críticos ni a simpatizantes.
"Duros con el crimen, duros con las causas del crimen", proclamaba Blair antes de ser primer ministro. Es siempre difícil calibrar los avances o retrocesos en seguridad ciudadana, pero las cifras dicen que se ha disparado la población reclusa pero no ha disminuido un ápice la sensación de que este es un país con graves problemas de comportamiento antisocial. Más duros con el crimen que con las causas del crimen, quizás.
O tal vez un reflejo de que tampoco ha funcionado la reforma de la enseñanza de la mano de un Gobierno que se puso como lema la trilogía "educación, educación, educación". La política de atención social ha sido una de las prioridades tanto de Tony Blair como de Gordon Brown, pero no ha pasado de la fase paliativa: los problemas de fondo permanecen y las distancias entre ricos y pobres aumentan. Probablemente porque el Nuevo Laborismo ha coincidido con la explosión del negocio financiero global. Y dinero llama dinero.
Quizás los mayores desencantos han acabado llegando de la mano del tríptico, más relacionado que nunca, formado por la política exterior, la lucha antiterrorista y el recorte de las libertades civiles. Tony Blair quería ser el primer gobernante británico que no entraba en guerra en mucho tiempo. Pero acabó llevando tropas a Kosovo, a Somalia, a Sierra Leona, a Afganistán, a Irak.
Y, muy a su pesar, la herencia del Nuevo Laborismo quedará unida para siempre a la guerra de Irak. Por los muertos, claro, pero también por la fractura política que provocó en Reino Unido y en Europa, por sembrar la semilla de la duda y la discordia con la comunidad musulmana británica y por resucitar a George Orwell en el siglo XXI. Entre 2002 y 2009, el Parlamento ha aprobado cuatro leyes antiterroristas, seis sobre policía y crimen, cinco sobre inmigración y asilo, y una para introducir el DNI. Y la detención preventiva sin cargos de sospechosos de terrorismo ha pasado de siete días a 28. Sólo la Cámara de los Lores ha impedido que hoy sean ya 42.
Más allá de vencedores y vencidos en las urnas, estas elecciones marcan el fin de una era política de Reino Unido: el declive definitivo del Nuevo Laborismo. Da igual quién gane, la política británica es hoy completamente distinta de lo que era hace 13 años.
El 2 de mayo de 1997, cuando Tony Blair llegó triunfal a Downing Street aclamado por una pequeña marea de fieles armados de optimismo, los británicos entraban en una nueva era. El país había dejado atrás los negros años setenta y las políticas de confrontación del thatcherismo. La llegada de Blair -y de Gordon Brown- insufló esa ilusión que suele acompañar a la izquierda cuando regresa al poder tras largos periodos de ostracismo.
Esa ilusión ya no existe. Brown ya no podía ofrecerla y Cameron no ha sido capaz de generarla. La irrupción del liberal-demócrata Nick Clegg ha tenido tintes semejantes a la ilusión que generó el Nuevo Laborismo, pero ni los liberales tienen hoy la implantación social del laborismo ni bastan tres semanas de campaña para asentar a un político hasta entonces desconocido.
Pero, por encima de personalidades y programas, la diferencia es el entorno. Reino Unido no está, como estaba entonces, en plena transformación económica y metamorfosis social, cambiando la piel de país viejo con una economía obsoleta para convertirse en motor de dinamismo económico, cultural y social.
Hoy es un país que aún no ha digerido la recesión y que vive desencantado por el espejismo que acabó siendo el Nuevo Laborismo. Blair y Brown transformaron la economía, pero no la hicieron exactamente sostenible. La excesiva dependencia del sector inmobiliario y financiero hizo más rápida y más profunda la caída. Y esa caída ha puesto de manifiesto la enormidad del peso del Estado en la creación de producto interior bruto (PIB). Toda una paradoja en el país europeo que más presume de librecambismo y de iniciativa privada. Una devoción al mercado que ha dado paso a la privatización encubierta de la inversión pública para levantar escuelas y hospitales, pero apenas ha creado cultura empresarial.
La desilusión campa también a otros niveles. El Nuevo Laborismo nunca ha logrado dominar la agenda en territorios abonados al populismo de los tabloides, como la fobia a la inmigración o la desconfianza hacia Europa. Y en esas áreas no ha dejado contento a nadie, ni a críticos ni a simpatizantes.
"Duros con el crimen, duros con las causas del crimen", proclamaba Blair antes de ser primer ministro. Es siempre difícil calibrar los avances o retrocesos en seguridad ciudadana, pero las cifras dicen que se ha disparado la población reclusa pero no ha disminuido un ápice la sensación de que este es un país con graves problemas de comportamiento antisocial. Más duros con el crimen que con las causas del crimen, quizás.
O tal vez un reflejo de que tampoco ha funcionado la reforma de la enseñanza de la mano de un Gobierno que se puso como lema la trilogía "educación, educación, educación". La política de atención social ha sido una de las prioridades tanto de Tony Blair como de Gordon Brown, pero no ha pasado de la fase paliativa: los problemas de fondo permanecen y las distancias entre ricos y pobres aumentan. Probablemente porque el Nuevo Laborismo ha coincidido con la explosión del negocio financiero global. Y dinero llama dinero.
Quizás los mayores desencantos han acabado llegando de la mano del tríptico, más relacionado que nunca, formado por la política exterior, la lucha antiterrorista y el recorte de las libertades civiles. Tony Blair quería ser el primer gobernante británico que no entraba en guerra en mucho tiempo. Pero acabó llevando tropas a Kosovo, a Somalia, a Sierra Leona, a Afganistán, a Irak.
Y, muy a su pesar, la herencia del Nuevo Laborismo quedará unida para siempre a la guerra de Irak. Por los muertos, claro, pero también por la fractura política que provocó en Reino Unido y en Europa, por sembrar la semilla de la duda y la discordia con la comunidad musulmana británica y por resucitar a George Orwell en el siglo XXI. Entre 2002 y 2009, el Parlamento ha aprobado cuatro leyes antiterroristas, seis sobre policía y crimen, cinco sobre inmigración y asilo, y una para introducir el DNI. Y la detención preventiva sin cargos de sospechosos de terrorismo ha pasado de siete días a 28. Sólo la Cámara de los Lores ha impedido que hoy sean ya 42.