Wilstermann derrotó a un pobre Mamoré


José Vladimir Nogales

Indisimulables diferencias. Hubo tantas y en cantidad suficientes como para soslayar ese 2-0 final, con que se despidieron Wilstermann y Real Mamoré, dos rivales directos en la pugna por no descender.
Wilstermann –confirmando su levantada- fue un equipo bastante armónico y agresivo. Mamoré, en cambio, ofreció un precario rendimiento colectivo, a veces laborioso, pero frágil. El cotejo no tuvo, mínimamente, equivalencia alguna. Wilstermann fue superior en todos los apartados. Desde Vaca a Sossa, transmitió la seguridad respaldada en su momento anímico y como consecuencia manejó abrumadoramente la pelota y el control del partido.Mamoré ofreció, como respuesta, una tibia tendencia a cuidar el traslado, pero fue escasamente incisivo. Mejoró un poquito con los movimientos de Regis de Souza, pero salvo algún disparo de distancia o cierto despiste defensivo (pese a la notable tarea de Barrera), nunca inquietó en serio a Vaca.

Y está todo dicho. Claro, fue interesante lo que entregó Wilstermann, futbolísticamente hablando, más allá de que las facilidades encontradas estaban íntimamente emparentadas con la abyecta pobreza de su rival. Soberbia fue la actuación de los volantes centrales (Machado y Veizaga), cortando, apretando y fundamentalmente jugando; pero mayúsculo fue el aporte del enganche Fernando Sanjurjo, en cuya órbita creativa se movió, con elogiable solvencia, el cuadro rojo. De la conjunción de ambas variables, agregadas a la resurrección goleadora de Sossa, afloró un fútbol que, sin excesivo vuelo cualitativo, desequilibró los esfuerzos de contención del inocente Real Mamoré.

Cotejo

En el primer tiempo, por ejemplo, cuando se asociaron Sanjurjo, Andrada, Veizaga, y Sossa, fabricaron -tocando el balón- un enorme boquete y crearon situaciones como para que el resultado se relacionara con el desarrollo. Y sin embargo se registraron apenas dos goles, ambos de Sossa. El primero fue un golazo (el atacante resolvió con categoría un pase profundo de Sanjurjo) y el segundo a puro olfato goleador (explotó un grosero error defensivo para encarar, mano a mano, a un desvalido Lanz).

Andrada y Machado despilfarraron dos idénticas llegadas (balón cruzado sobre la izquierda) tan fáciles para resolver que sorprendieron por fallar ante Lanz. Y surgió otra con Torrico de protagonista, que el defensor no concretó por aquello que tanto les cuesta a los que no están acostumbrados a definir regularmente.
Los pelotazos a Maraude y las corridas de Zerda, escasamente asistidos por volantes dedicados a marcar, concluyeron en Barrera y Ortíz por el medio y jamás preocuparon a los laterales, pese a la muy baja actuación de Jair Torrico (en la marca, pero fundamentalmente en la proyección). Real Mamoré dio siempre la sensación de respetar un libreto: salir por abajo, cruzar la pelota de lado a lado y cuando debió acelerar y mostrar una neta actitud ofensiva, careció de convicción o de fe. Una fe seguramente maltratada por su pobre campaña.

Wilstermann creció en solidez en el tramo final. Sanjurjo fue un eje distribuidor, Veizaga acertó en casi todos los pases, Salaberry abandonó la abulia primigenia y participó con mayor regularidad en el funcionamiento (aunque sin incidir en el trámite o, para peor, sin que su contribución se reflejase en el funcionamiento), Sossa –como quedó dicho- también se insertó en la hermenéutica, y como Andrada ubicó con inteligencia los espacios por dónde meter gambeta y freno, todo Wilstermann funcionó con claridad, pero sin profundidad ni, mucho menos, mordiente. Cierto es que, por la holgura fáctica de las cifras y la inocuidad de un rival adormecido en la pírrica capacidad que podía exprimirse a la conjunción exponencial de sus respuestas, Wilstermann se relajó. Bajó la marcha y se permitió algunas superficialidades, como la ostentación de recursos o el derroche del toque en una orgía de horizontalidad, muchas veces banal. Tocó mucho y consiguió poco. Su manejo, diáfano y derrochador, se extravió en la búsqueda de profundidad, dimensión a la que no pudo acceder por imperfecciones en las entregas o en la sincronía de movimientos. Es decir, la hermenéutica exhibió sus desperfectos en un contexto favorable (amplitud de espacio y ausencia –o debilidad- del rival), lo que conduce a pensar si, en una situación de otra complejidad, habrán respuestas proporcionalmente eficientes.

Enfrente, el ingreso de Regis de Souza al menos le sirvió a Mamoré para alejar la imagen de endeblez crónica. Parecieron de otra envergadura los avances. Quizá fue más óptico que real, pero fue. Es que con presencia, en este fútbol, todavía se puede. Mamoré se animó a estirar sus líneas, a explorara campo enemigo, concibiendo la utópica esperanza de discutir la propiedad del balón e intentar sorprender. Sus armas, precarias por cierto, no alcanzaban para exceder la fase de exploración, toda vez que las pobres ejecuciones sometían a sus hombres a un conmovedor desamparo: les quemaba la pelota y, tras perderla, debían correr caóticamente tras ella, sin mayor esperanza.

Sin riesgos en el horizonte, Wilstermann se dedicó a mover la pelota. Buscó más goles, es verdad, pero sin tanto interés como en un contexto de otra urgencia. Ensayó nuevas rutas, redundante en exquisiteces, pero reveladoras de carencias en materia de sincronía. Hubo pases imprecisos, movimientos tardíos o entregas con destinos diferentes a los insinuados. Y quizá por ahí empiece a explicarse por qué tan poco rédito para tanto manejo. Es verdad, a baja exigencia, menor respuesta. Pero, tiene tan poco este Mamoré que cuesta entender cómo pudo ganar el cotejo de ida, cómo puede constituir un adversario inspirador de miedo cuando debe volcarse la mirada al fondo de la tabla, donde ruge el abismo del descenso.

A modo de ensayar, Villegas practicó un enroque con Salaberry y Andrada, cambiándoles el perfil. El uruguayo (lejos del nivel que ofreció en el clásico) no modificó su andar vagabundo y el argentino apenas sí mejoró su precisión (de pálidos números desde el domingo), lo que le reportó a Wilstermann menos amplitud de campo y consecuente menor profundidad. Sanjurjo, siempre con espacio a favor, exhibió inestimables virtudes de conductor, sagaz y desequilibrante con el balón, pero volvió a encontrarse con una realidad irresuelta: déficit de asistencia logística. A veces no encuentra gente para descargar, lo que obliga a ejecutar acciones retrógradas, que estrangulan la sorpresa o abortan la profundidad. Los volantes deben llegar más y moverse mejor. Cuando la marca sea más áspera y no sobren los espacios, Wilstermann no se sentirá tan cómodo.

De todos modos, a Wilstermann le viene bien ir convenciéndose que debe jugar y ganar yendo a buscar. Al mismo tiempo resuelve qué perfil tiene el equipo, entre quien entre. Y eso se llama identidad. Personalidad. Se sabe que los triunfos fortalecen psicológicamente, y en esa instancia es más fácil afirmar la idea global. Porque si cuenta con Salabaerry (el del clásico), Sanjurjo, Andrada, Veizaga, Castedo, capaces de tocar, de circular y crear, con que el resto se contagie, listo. Esa es, parece, su apuesta para encarar el sprint final. De Wilstermann depende.

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