Constitución, religión y otras "conciencias"


GREGORIO PECES-BARBA 22/03/2010

Nuestra joven democracia tiene que ir articulando reglas de interpretación de la Constitución y de las leyes orgánicas, y los cauces habituales y ordinarios para recoger esa práctica deben ser la jurisprudencia ordinaria y la constitucional. En ambos casos, la personalidad de los que toman las decisiones debe obedecer también a unas reglas de comportamiento que aseguren su adecuación a los valores institucionales y no produzcan distorsiones o desviaciones de la línea correcta.

Una de las posibilidades se produce con la interferencia de la conciencia religiosa en los procesos de decisión y en los criterios que se fijan. Quizás esa dimensión ideológica y religiosa que forma parte de nuestro ser más íntimo, también en los operadores que toman decisiones políticas y jurídicas, es un elemento perturbador para la objetividad y para el buen fin de las formaciones de la voluntad pública. Se podría decir que las autoridades y los funcionarios tienen que expresar su independencia, y en primer lugar respecto de sí mismos. La única fidelidad a mantener es la que se debe a la Constitución. Las demás deben apartarse, someterse y subordinarse, y también los valores de oportunidad. Es una fidelidad con pretensión de exclusividad.

El juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos Félix Frankfurter, con gran sensibilidad en estos temas porque formaba parte de la minoría hebrea, afirmaba que "cuando se ejercitan funciones constitucionales se deben dejar de lado las propias opiniones sobre las virtudes y los vicios de una determinada ley. Lo único que debe considerar es si el legislador podría razonablemente producir tal ley. Nosotros, los jueces, no somos ni hebreos, ni católicos, ni agnósticos".
En España la conclusión debe ser similar porque "ninguna confesión tiene carácter estatal", y los jueces, así como en sus ámbitos los demás funcionarios públicos, sólo deben tener el referente de la Constitución y defender la separación entre lo espiritual y lo temporal. Prevarican si anteponen sus convicciones religiosas a la racionalidad jurídica, porque la Constitución, las leyes y la jurisprudencia son derechos del Estado, expresión de debates desde procedimientos democráticos y con procedimientos preestablecidos no como reflejo de una ética religiosa.

Es difícil defender la elección de personas que deben decidir como jueces y como gobernantes y que sabemos a ciencia cierta que van a anteponer sus creencias religiosas a las reglas constitucionales, y, si hay contradicción entre ambas, van a resolver según la fe y no según la racionalidad. Estos supuestos se vinculan a casos como el divorcio, la despenalización del aborto, los matrimonios de hecho y entre homosexuales, y son la prueba del nueve para los creyentes que anteponen sus creencias a sus obligaciones jurídicas y políticas. En esos ámbitos, en casos extremos que exigen la intervención directa del afectado, cabe la objeción de conciencia, pero no así en casos donde la participación es más distanciada e indirecta, por ejemplo en los supuestos de redacciones generales de normas y de su valoración. En todo caso, si el conflicto de conciencia es insuperable la solución no está en torcer o tergiversar el sentido de la decisión, sino en dimitir y separarse de la decisión con todas sus consecuencias.

En la interpretación del Derecho, en sus diversos niveles y a través de los diversos operadores jurídicos competentes, nunca hay una sola respuesta correcta, pero la que se toma, expresión de la voluntad razonable del que decide, tiene que ser correcta, entre las varias posibles y basadas en la Constitución y la ley. Una última expresión de la independencia respecto de sí misma deriva de la colegiabilidad en el Tribunal Constitucional y en el Tribunal Supremo y trae causa de la creencia, llena de soberbia y de valoración excesiva de las propias ideas, de querer imponerlas por encima de todo, sin considerar las deliberaciones ni las opiniones ajenas. No se puede sin más forzar la transformación de las opiniones propias en opiniones del Tribunal, porque carecen de cualquier estatuto privilegiado y preconstituido.

Se alcanza un nivel bajo, impropio del legislador o del juez, si su comportamiento se basa en el rencor, en la envidia, o en prejuicios contra personas a las que se quiera en todo caso dañar con resoluciones injustas a sabiendas. Quien así actúa se rebaja, se descalifica, descubre su bajeza moral y pierde toda la autoridad. Todas las normas que se establecen para garantizar su independencia y su imparcialidad saltan por los aires si se utilizan en el interés personal del propio juez y para satisfacer pasiones o justificar conductas desviadas y prevaricadoras, o volcar enemistades y prejuicios contra personas.

Ya no estamos en modelos de justicia opacos y sin justificación, y esos comportamientos desviados están sometidos a la crítica pública y a la reprobación y pueden producir reacciones y protestas, como las que han surgido ante la amenaza que sufre el juez Garzón por intentar, dentro de la cultura de la memoria histórica, un proceso a las ilegalidades y los delitos cometidos durante la dictadura franquista.
Es verdad que este magistrado tiene una vocación de protagonismo quizás excesiva, pero es indudable que no ha actuado en beneficio propio ni para obtener ventajas, sino que siempre ha defendido e impulsado causas fundadas en el interés general, y desde la conciencia en el valor supremo de la racionalidad del Derecho. Es un sarcasmo, si no una agresión a los valores superiores de la democracia, que, por impulso de insignificantes grupos de extrema derecha, un magistrado trate de inculpar a un buen juez y que su órgano supremo de gobierno, el Consejo, pretenda suspenderle en su función, antes de tiempo y fuera del procedimiento establecido.

Si la conciencia religiosa puede ser un obstáculo al buen ejercicio de la voluntad de los operadores jurídicos, jueces y funcionarios, desviándoles de la solución ajustada a Derecho, al menos no tiene un contenido inmoral, aunque se aplique fuera de sitio y a destiempo. Por el contrario, la formación de la voluntad judicial, también fuera de la racionalidad jurídica, desde "conciencias" desviadas y sin fundamento, basadas en prejuicios, en envidias, en celos profesionales, al margen de las opiniones más sensatas, es indecente y carece de cualquier justificación. Dejar que prospere es más que un error. Nuestra conciencia jurídica y nuestra dignidad ciudadana sufrirían un daño irreparable.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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