Dura caída de Wilstermann en Quillacollo


José Vladimir Nogales

Silbidos desde un costado, algunos gritos de reprobación desde otro, cabezas gachas y el silencio de los más piadosos conformaron la despedida de Wilstermann. Y la síntesis de una derrota (la primera del año) envuelta en carencias, imprecisiones y mal gusto. San José no escondía su alegría. Sus jugadores expresaban la lectura que había tenido el ¿inesperado? 2-0, con sonrisas envasadas en complicidad. El equipo de Marcos Ferrufino había cumplido su objetivo. En otro rincón, el técnico de Wilstermann, Eduardo Villegas, se hundía en el vestuario y en la incertidumbre de una realidad complicada.

Las imágenes definían el concepto que había gobernado en el partido: un desarrollo tedioso, carente de situaciones de riesgo y con una puesta en escena colectiva que no brindó indicios merecedores de elogios. Las situaciones confusas (como la lesión de Pedro Zabala, en un contexto extrañamente áspero, tratándose de un cotejo de ensayo) fueron la constante. El primer tiempo, aunque sin ser vistoso, entregó las únicas postales atractivas. No fueron muchas, claro. Y dentro de ese marco San José, con el argumento del contraataque, llegó al gol. Iban 25 minutos cuando Wilstermann perdió un balón en la salida (un defecto ya crónico) que terminó dentro de su arco. Un premio excesivo para la avaricia visitante.

Desperfectos

La pirotécnica pretemporada de Wilstermann habíase construido sobre su eficacia para disimular sus carencias y su facilidad para aprovechar sus cualidades. El mismo equipo que padeció un calvario en otros momentos por su fragilidad defensiva ha transmitido durante todo el campeonato estival una serenidad inesperada. Nunca dio la sensación de quebrarse por nada y ante nadie. Este partido con San José (como aquél frente a The Strongest en el Capriles) requería de la otra cualidad, la que permitió a los rojos dominar el doble duelo estival con Aurora. Esta pretemporada ha sido la de Walter Veizaga, Henry Machado, Jair Torrico y Fernando Sanjurjo, y lo ha sido porque cada uno de ellos ha encontrado la manera de ofrecer lo mejor de su repertorio. En esto ha consistido el excelente trabajo de su entrenador: en lograr de Veizaga la consistencia necesaria para gobernar el equipo sin altibajos, en aprovechar el vértigo de Jair, en sacar el máximo rendimiento a la prodigiosa habilidad de Sanjurjo, en hacer caja con el poderío de Raimondi (aunque en menor medida).

Ninguno de ellos destacó en Quillacollo, donde eran más necesarios que nunca. Dice mucho que Veizaga no terminara el encuentro (fue expulsado), que Machado sufriese una patógena regresión productiva o que Sanjurjo apenas tuviera la oportunidad de rematar. A San José le cabe el mérito de desactivarlos. Para la ocasión, Ferrufino colocó a dos laterales –Jorge Bruno y Luis Méndez- que impidieron la menor libertad a Olivares y Sánchez. Damir Miranda, con su marcialidad, cerró cualquier espacio a Sanjurjo. Y de Raimondi se ocuparon los centrales con la máxima garantía. Quedaba por ver la respuesta de Veizaga al desafío. Tuvo sus momentos, perfectamente expresados en su facilidad para desplazar la pelota, pero no encontró la manera de dar continuidad al ataque de su equipo, que terminó preso de su propia rigidez táctica y de la escasez de variantes operativas para resolver su pobre ofensividad.

La ansiedad -desatada con la desventaja- funcionó como un factor determinante en el juego de Wilstermann, más rígido que de costumbre, con el envaramiento que produce la tensión excesiva. En estos casos, San José no es el mejor rival. Se trata de un equipo con tablas, difícil de doblar si no se opone un poco de ingenio a su incuestionable orden defensivo. A Wilstermann le faltaron los recursos necesarios para desestabilizarlo y salir de un combate sordo que no le convenía. Que ninguno de sus mejores jugadores estuviera en su mejor versión explicó sus dificultades.

¿Por qué jugó tan mal? Existen varias posibles explicaciones, todas vinculadas, aunque alguna con mayor peso que otras. Enrejado entre los barrotes de San José, Wilstermann incurrió en los errores habituales en estos casos: exceso de pelotazos, imprecisión y tendencia a conducir demasiado la pelota, incluso en jugadores tan vacunados contra ese vicio como Sanjurjo y Veizaga y, peor aún, en jugadores (como Raimondi) sin aptitud para el regate. Como los costados tampoco fueron muy pródigos, el cuadro de Villegas se extravió en un bosque impenetrable. Falto de conexiones en el centro (debido a la escasa movilidad de los volantes para asociarse y fabricar espacios), Wilstermann no tuvo juego. Y sin juego, toda la capacidad operativa se redujo a vagos e improductivos intentos individuales. Tocó el balón, lo sobó hasta marearse, pero de la manera más inútil y rehuyendo casi siempre el contacto. La pelota, en definitiva, nunca llegó limpia a Sanjurjo (quien bastante contribuyó con su estatismo) ni a Raimondi (obligado a buscar lejos de área, donde pierde gravitación), es decir, vivía y moría en tierra de nadie. El resquebrajamiento rojo alcanzó también a la defensa, donde la lentitud de Miguel Ortíz quedó delatada por un Christian Díaz duro e inquieto, que explotó el recurso de arrastrar a los centrales a las bandas o superarlos imponiendo su potencia física.

Sin soluciones

En posesión del balón, Wilstermann no solo volvió a ser el equipo de la pasada campaña -titubeante atrás, sin creatividad en el medio (incluido Sanjurjo) y sin vigor y sin ideas ofensivas- sino que, además, pareció quedarse con el alma vacía. Y por eso ofreció ese desplazamiento aburrido y monotemático frente a un rival disciplinado, pero de vuelo corto, que sólo oponía vehemencia, orden y mucha deslealtad en los cruces.

Al tener un hombre más (por la ingenua expulsión de Méndez en filas forasteras), Villegas creyó que con el ingreso de Jehanamed Castedo por Olivares (quien produjo otra flagrante exposición de impericia) iba a conseguir mayor peso de ataque. Sin embargo, la adición de un delantero no resolvió el problema básico: la generación de juego.

En el complemento, Wilstermann repitió sus errores. No tuvo sorpresa, le faltaron ideas para generar situaciones y cayó, invariablemente, en el pelotazo incierto. San José, en tanto, mantuvo su postura estrictamente cautelosa y sin mayor ambición que el usufructo de potables contragolpes.

Pese a invertir en audacia, cambiando el inocuo 4-4-1-1 por un estático 3-4-1-2 , el comando técnico de Wilstermann no logró mejorar las prestaciones del colectivo. La fluidez que aportó Salaberry en la banda derecha no contribuyó mínimamente a traducir los índices de posesión de pelota en acciones profundas y, menos, en modificar la eficiencia de la circulación, toda vez que la precariedad subyacía a la interacción de los jugadores en búsqueda de un proyecto asociado.

San José (o Ferrufino) recurrió a una fórmula cautelosa con tres defensas (Loras, Pizarro Miranda) dos volantes de contención (Miranda y Bejarano), dos laterales (luego uno, por la exclusión de Méndez), un enganche (De Souza) y dos de punta (los dos Díaz –Christian y Oscar-). Lógicamente, la actitud -el elemento clave- fue claramente especulativa. Porque no se buscó la llegada asociada, masiva. Y los intentos se redujeron a los pelotazos en busca de los delanteros. El cálculo exagerado (en un cotejo sin puntos en disputa) achicó, entonces, las perspectivas. Aún así, San José complicó muchísimo a un Wilstermann incómodo y desarticulado. Lo hizo jugar en cuarenta metros. Lo empujó a cometer imperfecciones en el toque. Cortó las jugadas siempre lejos de Yadín Salazar. A San José le faltó que a su salida bastante prolija le imprimiera velocidad.

Sin juego, ni recursos, Wilstermann se descompuso (peor tras el 0-2 anotado por Díaz de penal). Fracturado colectivamente (porque fracasó la acción asociativa), evidenció defectos de diseño (el 4-4-1-1 no resulta adecuado para el perfil técnico de su plantilla) y una compulsiva política de adquisiciones, incoherente en apariencia (si Villegas tenía pensado imponer el citado esquema, ¿no debía traer jugadores que interpretaran su idea?). No parece ser coherente tener un faro, como Raimondi, llamado a asumir el rol central de la última jugada, y tirarle pelotazos para que corra a los costados, donde pierde peso ofensivo, reduciendo a mínimos su aporte. Asumiendo la hipotética eficacia de Raimondi en el área (donde apenas habita), ¿no deberían instalarse mecanismos tácticos para explotar sus presuntas virtudes?

Wilstermann no dispone de circuitos de generación. Su capacidad creativa está basada, de modo excluyente, en la inspiración de Sanjurjo, pese a su escasa prodigalidad para conectarse con la pelota cuando ésta transita lejos de su órbita. Salvo ráfagas, no existe desborde por las bandas (Olivares y Sánchez ofrecen más lucha que capacidad de desequilibrio), como tampoco llegada masiva de los volantes. Consecuentemente, el juego de Wilstermann luce vacío, sin ideas. El problema es que esta situación amenaza con convertirse en endémica.


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