¿Por qué no vivimos juntos?

Muchos consideran que la unión libre es la oportunidad para probar si somos compatibles.

Bitia Vargas La Paz
Surge una cuestión ahora que la unión libre, el concubinato y la convivencia se han vuelto opciones para las personas que no creen en el matrimonio. ¿Por qué todavía existen parejas que ni siquiera deciden convivir? ¿Es posible que mientras más supuesta libertad se piense que se tenga es más difícil comprometerse?


Precisamente porque algunos piensan que el matrimonio de por sí ya implica un peso, sumado a la responsabilidad que éste conlleva, vivir libremente podría parecer una mejor alternativa.

Si bien es el "papel que firmamos” lo que supuestamente nos amedrenta, la prueba de fuego tanto para el matrimonio como para la unión libre es la convivencia. Esa convivencia en la que abiertamente nos mostramos tal cual somos, en la que de alguna manera tenemos que empezar a engranar horarios, costumbres, gustos y disgustos.

Es esa convivencia que nos obliga a ser responsables con las cuentas, con la casa y con el otro. La convivencia que también nos regala tiempo con nuestro ser querido y en el que tenemos la oportunidad de amarlo con todas las letras con las que el amor se explica: aceptación, lealtad y compromiso.

Y entonces ¿por qué no decidir vivir juntos? ¿Por qué no decidir casarnos?

Parece ser que en estos tiempos ya no es el amor al otro lo que está de moda, sino el amor a nuestra libertad, o ¿se tratará más bien de nuestra indecisión por tomar el camino hacia la adultez?

Y si decidimos hacerlo, por qué no se fortalece ese compromiso genuino de lealtad a eso que se está construyendo y que nos pide no abandonar el barco aun con el oleaje y el mar en contra.

Muchos consideran que la unión libre es la oportunidad perfecta para probar cuán compatibles somos el uno con el otro. Nos hemos acostumbrado a tanta facilidad que cuando algo, por más pequeño que parezca aparece, levantamos las manos y nos vamos. Después de todo ¿qué cosa puede perderse entre prueba y prueba?, imagino que sólo el tiempo; ese recurso no renovable, invaluable que compone la vida, solo eso.

Tantas facilidades han terminado por convertir la vida en pareja en una prueba de laboratorio donde es mejor no correr el riesgo de comprometerse.

Evidentemente no es ley tener que casarse o convivir. Podrá haber algunos amantes de su soledad; sin embargo, dejan de ser saludables aquellas relaciones largas que no proyectan más futuro que el de seguir juntos sin ningún camino evidente.

Relaciones largas que no cambian, que ni siquiera quieren dar paso a la convivencia en un mismo techo. Parejas que no quieren dejar el título de hijos o hijas, porque ser hijos siempre es más cómodo que ser esposos o concubinos.

Aparecen las interrogantes: ¿qué tal si luego me arrepiento? ¿Qué tal si no es la pareja de mi vida? ¿Qué tal si más adelante encuentro algo mejor? ¿Qué tal si no funciona? Preguntas que se convierten en nuestras principales razones, razones que encubren nuestras excusas; excusas que disfrazan nuestro miedo; miedo que al parecer no es determinante para terminar una relación sin futuro.

Si alguien no sabe lo que quiere o está consumido por ese tipo de preguntas no podrá aportar a la transformación saludable de una relación. Sin noción de lo que queremos, si todavía nos estamos buscando, ¿cómo hacemos felices a los demás? ¿Cómo si quiera podemos tomar la decisión de comprometernos con otros?

Por esta razón es bueno que meditemos a dónde queremos llegar con nuestra pareja.

Si aún esta relación de adultos está sumergida en cuestiones fundamentadas en miedos a pesar del tiempo que hemos invertido en ella, es bueno repensar las cosas. Hacer una pausa y reflexionar, tomar el valor de no seguir adelante con algo que no promete futuro, es posible que el futuro mismo no esté en esa relación sino en la que vendrá después, pero eso sólo lo sabremos a ciencia cierta cuando primen las decisiones en pro de nuestro propio bienestar.

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