La imagen lo absorberá

Iván de la Nuez
El País
En febrero de 1957, Herbert Matthews publicó en The New York Times el primer reportaje de alcance mundial sobre Fidel Castro. Lo había realizado en Sierra Maestra, durante la lucha guerrillera contra Batista, y aquella crónica lo convirtió en un pionero de la fascinación occidental por la revolución cubana y del lanzamiento universal del, entonces, joven comandante. Fue tal su impacto fundador que un libro de Anthony Depalma ha llegado a definirlo como “el hombre que inventó a Fidel Castro”. Tanto el reportaje como las fotografías que lo ilustraron encajaron perfectamente en los planes de un Fidel Castro que, desde entonces, ya había enfocado su estrategia en dos direcciones. Una, hacia la historia (La historia me absolverá fue al mismo tiempo su alegato jurídico, su programa político y su eslogan). Otra, hacia la (sobre todo su) imagen. Desde el primer día de su proyecto, Castro se cuidó de encender una vela al mito y otra al icono. Puso un ojo en la gesta y el otro en el gesto.


De cara al mundo, Fidel Castro no necesitó jamás un departamento de propaganda. Ese frente estuvo siempre bien cubierto: lo mismo por Cartier Bresson (“el ojo del siglo”) que por Barbara Walters; por Times o por la CNN. Tan solo en Hollywood, Fidel o su sombra han rondado las tramas de Carol Reed, Alfred Hitchcock, Richard Lester, Francis Ford Coppola o Sidney Pollack. Jack Palance y Demian Bichir lo han interpretado en la pantalla. Robert Redford, Kevin Costner, Steven Spielberg o Sean Penn han reconocido su curiosidad, cuando no su admiración, por el personaje. Oliver Stone, que ha llegado más lejos, lo ha comparado con Alejandro Magno y rodado para su gloria —la de Castro, no la suya— el documental Comandante. De la relación de Fidel Castro con la meca del cine puede decirse lo mismo que escribió Josep Ramoneda sobre Juan Pablo II con respecto a los medios: ha muerto uno de los suyos.

De cara a los cubanos, tampoco es que haya descuidado su imagen. A tales efectos, reclutó una nutrida y bien cualificada tropa de lo que podríamos llamar fotógrafos de gesta: Enrique Meneses, Roberto Salas, Liborio Noval, Korda... Desde el mismo primer día, Fidel Castro sería la noticia y el filtro. El actor, el guionista y el crítico de esa larga película de sí mismo con la que colonizó el relato de todo un país. No hay que olvidar que la cubana fue la primera revolución de su tipo en la utilización extendida de la televisión y, que, a diferencia de los otros países comunistas, no necesitó de estatuas gigantescas para expandir la cultura oficial. Para eso sirvió la fotografía, mucho más moderna, portátil e imposible de derribar, llegado el caso.

Por una u otra vía, la revolución cubana aparece en el origen de eso que hoy aceptamos como Era de la Imagen. Y, por eso mismo, le es perfectamente aplicable la inquietud que esta época ha suscitado en diversos autores —Giorgio Agamben o Miguel Morey; Joan Fontcuberta o Paul Virilio— acerca del peligro que entraña su apelación a la fascinación, palabra que tiene con el fascismo algo más que una raíz lingüística común.

En todo caso, la cultura visual también produce sus zonas críticas, y de la misma manera en que se construyen las imágenes, estas tienen la extraña venganza de abducir a los protagonistas para devolverlos después en una condición distinta a la esperada. Los artistas contemporáneos, por ejemplo, no han tratado a Fidel Castro con la misma aquiescencia. En los últimos 30 años lo han sometido a un cuestionamiento visual determinado, indistintamente, por la ambigüedad, la ironía, la parodia y hasta el esperpento. Nacidos todos con la revolución, son varios los creadores cubanos que se han negado a la hagiografía e indagado el momento en que la actuación se ha convertido en sobreactuación, la cara en caricatura, el vigor en decrepitud, la política en performance. Conviene, en esta línea, recordar los nombres de Tomás Esson, Arturo Cuenca, José Ángel Toirac, Juan P. Ballester, Eduardo Ponjuan, René Francisco o Arte Calle. En fechas más recientes, las letras e imágenes de un grupo punk como Porno Para Ricardo han alcanzado, quizá, el punto máximo de irreverencia. Eugenio Merino expuso en una Feria de ARCO la escultura de un Castro zombi y, ya desfilando por el absurdo, podemos encontrar en Internet un videojuego falso llamado Castro Boy o, en las series de televisión, al mismísimo Homer Simpson lidiando con el Comandante para saldar una deuda con el fisco norteamericano.

Imagen es, también, crear imaginario. Mediante ambos, Fidel Castro llegó a dominar de un modo tan absoluto la vida cubana durante cincuenta años que pocos han salido ilesos del trauma emanado de su omnipresencia. En la administración del banco de imágenes que ha dejado para la posteridad estará cifrada la salud individual de los cubanos que le sobrevivan. Pero será, sin lugar a dudas, en la revisión sin concesiones del imaginario emanado de estas donde descansará la salud colectiva de cualquier proyecto político de la Cuba futura.

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