Gatti, el ídolo de la infancia
Además de ser multicampeón, de atajar el penal decisivo de la Copa 77, le puso alegría con sus locuras a una época oscura como los 80. Inolvidable.
No lo vi en vivo hasta mi adolescencia, una década (la del 80) donde ser de Boca era un sufrimiento. El secundario -del 82 al 86- fue un suplicio. Me cargaban hasta los de Vélez, los de Deportivo Español… Todos. Entré un año después del Metro que ganamos con Diego y me fui sin un solo título, salvo el de bachiller mercantil. Lo único que me alegraba la vida cuando iba a la cancha era ver al Loco Gatti, aquél que en la infancia me había dado el primer sorbito de felicidad futbolera.
Era una cosa rara, porque yo esperaba las atajadas del Loco para gritarlas con todo, como un gol. En especial los mano a mano, porque Hugo nunca fue un tipo que se caracterizara por volar de palo a palo como hacía Fillol. No, lo suyo era“La de Dios”, su marca registrada, esa postura de pobre cristo crucificado con la que esperaba al delantero, una rodilla en el pasto y los brazos abiertos en cruz, listo para la ejecución. El delantero llegaba con la pelota dominada, tiempo para pensar, los más de siete metros de ancho del arco para definir y, sin embargo, casi siempre la pelota terminaba adormecida en el pecho de Gatti. Él la levantaba por encima de su cabeza, como hace un mozo con su bandeja cuando quiere evitar chocarse con los obstáculos camino a la mesa o a la cocina, y se la mostraba a la Bombonera, que deliraba.
¿Qué tiene de raro esto? Para que se produjera ese clímax increíble, Boca tenía que vivir una situación de riesgo en su contra. Por eso era raro, casi masoquista. Queríamos el mano a mano en contra para que el Loco nos salvara. En la primera época del Flaco Menotti (86/87) nos dimos seguido ese gusto, porque el equipo achicaba de forma suicida en la mitad de la cancha y entonces se vivían esos segundos de suspenso con el rival transportando la pelota y los defensores corriéndolo de atrás, y ese final casi siempre feliz que era ver al Loco con sus piernitas chuecas, dos escarbadientes quemados, parado y saludando a los cuatro costados o saliendo rápido con un autopase o un pase de handball.
De chico, yo quería ser él. Y era él en los partidos que jugábamos en la calle. Todavía, a fines de los 70, los chicos podíamos salir a la calle en verano o en invierno hasta que oscurecía y cada madre de la cuadra gritaba el nombre de su hijo desde el umbral cuando daba por terminada la jornada callejera. En general, los pibes quieren jugar adelante, hacer goles. Nunca ser defensores o ir al arco porque jugábamos a la pelota, no al fútbol. A lo sumo, el arquero rotaba permanentemente: atajaba hasta que le hacían un gol, salía y lo reemplazaba el siguiente. Yo tenía algunos amigos tan soretes que se dejaban hacer el gol para salir rápido del arco a jugar otra vez.
Conmigo, ese problema no existía: me ponía unas bermudas como las de Gatti, a veces de jean cortado, una vincha ridícula porque llevaba el pelo súper corto, y jugaba al arco. Siempre hacía la de Dios, sólo que a mí me salía para el diablo y me cagaban a goles. Pese a eso, me bancaban porque nadie más quería hacerlo. Y de vez en cuando tenía un día bueno. Atajaba o anticipaba alguna pelota, encabezaba la contra y asistía a nuestro delantero, como hizo el Loco aquella tarde que se fue casi hasta la mitad de la cancha contra Estudiantes y dejó el resto a cargo del Mono Perotti. Fue en el campeonato del 81, otro 1-0 trabajadísimo y resuelto con dos genialidades de los Hugo: el anticipo impensado de uno y la apilada en velocidad del otro. No lo pude ver en cancha, todavía no había ido nunca, pero lo repetí cada vez que pude. En una época en la que a los arqueros aún no se les exigía ser buenos con los pies, el Loco era -como repitió hasta el cansancio- un jugador más que tenía la ventaja de usar las manos en el área. Habría sido el arquero del Mundial 78 si no hubiera tenido las lesiones de rodilla que lo maltrataron, porque Menotti estaba enamorado de su juego, de esa ventaja singular que le permitía tener un jugador número 12 en la cancha.
Fue también esa suficiencia, esa condición especial de arquero que entendía el juego, la culpable de su retiro en la primera fecha de un torneo, en la Bombonera y contra Deportivo Armenio. Desde la popular del medio, cerquita de La Doce para sentir la adrenalina de ser parte del corazón de la hinchada, vi de frente lo que recuerdo como la última jugada del Loco en Boca. Seguramente habrá habido alguna al ratito, pero el gol de Deportivo Armenio fue su última función. Salió sin red, como siempre, y le salió mal. Cada vez que lo explicó -y lo explicó muchas, dolido y resentido porque después de 12 años de carrera en Boca no le perdonaban un error- dijo lo mismo: que le habían hecho ese gol por anticiparse, por leer la jugada, por querer abortar el peligro. Y fue absolutamente así. Gatti leyó un pelotazo frontal para Maciel a espaldas de los defensores, anticipó ya fuera del área con el cuerpo pero tuvo la mala fortuna de que la pelota rebotara en el delantero y le quedara para empujarla frente al arco vacío. Se escuchó más fuerte el murmullo de decepción que el lejano grito de gol. El Loco tenía razón: entendía el fútbol como nadie y si no hubiera estado un segundo antes en la jugada y se hubiera quedado en el molde, Armenio podría haber hecho ese gol, habría ganado el partido y se les habría echado la culpa a los defensores, nunca a él. Pero entonces el Loco era incapaz de una traición a sus convicciones.
Gatti se despidió el 11 de septiembre de 1988, el Día del Maestro. La vuelta a casa en el colectivo fue insoportable. Caminé mucho, cabizbajo, antes de subirme al 86 (por Laguna, el de la canción de Sabina). Estaba doblemente dolido, por la derrota y por Gatti, y eso que todavía no sabía que el Pato Pastoriza, técnico de aquel momento al que llegué a odiar con todas mis fuerzas, había decidido en ese mismo momento terminar la carrera del Loco (en realidad lo tenía definido desde mucho antes, no se cambia al arquero a la primera fecha de un torneo, y mucho menos a un histórico). Cuando me enteré, se me vino el mundo abajo. Como ahora.
Este texto (salvo sus últimas dos palabras, agregadas luego de la tristísima noticia) forma parte del libro Boca de mi vida.