Wilstermann ganaba con comodidad, se durmió y terminó en el piso




José Vladimir Nogales
Hay días en los que mejor ni despertarse, y algo de eso fue lo que le pasó a Wilstermann. Su derrota 3-2 (tras ir 2-0 arriba) ante Real Potosí, su patógena fragilidad en casa (perdió tres partidos de cinco), ya serían dos buenos fundamentos para confirmar que su noche fue penosa.


Pero lo más cruel para Wilstermann se dio en una de esas múltiples historias que se desarrollan en cada partido. Para detallar esa espada que recibió por la espalda, hagamos un viaje a cinco minutos que resultaron clave. Iban 7 del segundo tiempo, y Wilstermann, que había concluido con tranquilizadora holgura la primera mitad, buscaba liquidar el pleito para ponerse a resguardo (De Francesco, el peor de la cancha, erró clamorosamente un gol bajo el arco). Su colmada y excitada tribuna no paraba de moverse, pedía más goles para desatar la fiesta y atrapar, nuevamente, la punta del campeonato.

Ávido de goles, Wilstermann arriesgó más de lo necesario y ahí labró su desgracia. Zenteno perdió un inofensivo balón en campo contrario, propiciando un contragolpe que halló mal parada a una defensa descerrajada (con todos sus componentes fuera de posición). Vidaurre entró con la fuerza de un toro por la desprotegida banda izquierda y con disparo raso, que encontró la pierna suicida de Bejarano, anotó el descuento. Al rato, el mismo Vidaurre volvió a quedar a tiro. Sacó un remate cruzado, con destino de red, pero una excelente reacción de Zenteno lo impidió. De todas maneras, el empate estaba ahí. Pastor Torrez era genialmente sencillo en cada contacto con la pelota, Melgar dejaba el alma en cada jugada y Zampieri (que ingresó por Vidaurre) tenía la claridad necesaria en mitad del campo para conducir a su equipo, Neuman era un demonio por arriba, Rony Jiménez desbordaba por derecha, y el resto, construyendo fortalezas de aquellas flaquezas del primer tiempo, hacía de Real Potosí una furia irresistible. Y el empate llegó. Cardozo rescató un balón náufrago en el balcón del área y sacó un potente disparo que se incrustó en la red.

Sí, era el tiempo de la visita, tras un anónimo primer tiempo, era el momento en que todos pensaban que repetiría sus triunfos de arremetida.

Wilstermann dispuso de más de media hora para recomponer el orden perdido, pero no tuvo un gramo de fútbol. Fragmentado, precipitado y sufriendo los desequilibrios inherentes al obsesivo tacticismo de su técnico, ahondó sus padecimientos en defensa (con el fondo sumamente expuesto) y desnudando sus enormes carencias para generar juego y alimentar a su escasamente resolutivo tridente (con la honrosa excepción de Aparicio). Todo Wilstermann, en general, tuvo ese aire de frustración que se le observa, en esta clase de partidos, desde el inicio de la campaña, cuando Soria decidió cambiar la inspiración por el sudor de la táctica. El adiestrador ha entregado un equipo repleto de jugadores con alma de terciopelo a un grupo de futbolistas forrados de roca, cuya calidad queda retratada cada vez que meten un centro al área. No conoce otros argumentos (el esquema no brinda soluciones alternas más allá del estatismo posicional), a falta de ideas para generar juego, que tirar pelotazos frontales. Apenas vive de los destellos de Aparicio (cuando sus compañeros tienen la gentileza de entregarle el balón, algo infrecuente) y de la gran laboriosidad de Maximiliano Andrada, ocupado en tapar todos los agujeros que, en el centro del campo, abre el módulo de Soria. Obligado a un gran recorrido (debe subir para llevarles el balón a los atacantes y retroceder para colaborar en el fatigoso patrullaje de Nicolás Suárez), Andrada suele quedar sin combustible. Cuando eso ocurre, el equipo queda irremediablemente partido. Es entonces cuando se exige mayor gravitación de Zárate y/o Romero. Pero ninguno trasciende. Zárate es un futbolista con talento pero insustancial, con un problema grave para quien sólo entiende el juego cuando disfruta de espacio, porque siempre le cazan. Tiene clase y es hasta posible que regate, pero vuela con un retraso de dos décimas de segundo que es el tiempo que necesitan los defensas para comérselo a patadas. Es encomiable, pero inútil. Y arriesgado. Más (lindando con lo suicida), colocándolo como volante de marca (en lugar de Nicolás Suárez, quien sucumbió ante la presión que los potosinos ejecutaron sobre su posición), conociendo su insuficiencia (o falta de idoneidad) en ese apartado. Si la idea era tener más la pelota y dar fuidez a la salida, se logró a medias. Lo que no se logró con su presencia (y su exótica ubicación) fue mejorar la insignificante capacidad creativa de los volantes para generar juego.

De la nada, a los 84 minutos, Real Potosí salió por un segundo de su encierro y Antequera señaló un nítido penal por mano de Bejarano, de terrorífica noche. Jiménez puso el 3-2 con potente disparo. Al rato, una infracción (?) de Martelli sobre Salinas brindó a los rojos la oportunidad de restituir la extraviada paridad. Pero, para redondear la aciaga noche de uno de esos días en que es mejor no levantarse, el golero Lapczyk detuvo el disparo de Suárez. Derrota, dolor, decepción.

LA LUZ DEL INICIO

Durante la primera parte, Wilstermann había sido superior a un Real Potosí tímido y tieso. Sin juego ofensivo, la visita yacía sometida al oleaje de los rojos, que por momentos se inspiraban y hacían rodar con propiedad el balón. Claro, también hubo segmentos de naufragio, cuando la imprecisión y los inconexos circuitos inducían al desmedido uso del pelotazo para salvar distancias y disimular carencias.

No abundaron las situaciones en el arco de Lapczyk, pese al tiempo de posesión que favoreció a los rojos. El exceso de toque y la escasa profundidad ofrecían un dominio más visual que efectivo. Es decir, la sensación de un abrumador control de pelota no se traducía en cantidad y claridad de oportunidades para anotar. De Francesco no se involucraba en la elaboración de juego y tampoco se ofrecía como opción para definir. Salinas, voluntarioso y participativo, no trascendía en relación lineal a su aplaudida laboriosidad. Nunca desbordó, nunca se fue de su marca, nunca metió un centro decente. Sólo Aparicio constituía opción, pero intermitente, aislada y solitaria. Más allá de su capacidad de desborde y su visión para cambiar de frente, le faltó dosis de precisión en los centros. De todos modos fue de su acción que la cuenta fue abierta (disparo colocado que se le escapó a Lapczyk) y de la resultante tranquilidad, con el rival groggy, Zenteno amplió la cuenta antes del descanso. Era la calma que precede a la tempestad.

Wilstermann: Hugo Suárez, Axel Bejarano, Edward Zenteno, Santos Amador, Gerson García (Cardozo), Nicolás Suárez (G. Suárez), S. Romero (Zárate), M. Andrada, L. De Francesco, Pablo Salinas y
Erick Aparicio.

Real Potosí: Henry Lapczyk, J.C. Galvis, Álvaro Ricaldi, F. Martelli, Rony Jiménez,
Luis Garnica, Erick Melgar, Mauricio Panozo (Zampieri), Iván  Vidaurre (Torrez), Alexis Bravo (Cardozo), C. Neumann.

Estadio: Félix Capriles

Público: 9.383 Bs. 133.215

Árbitro: Joaquín Antequera

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